Muchos siglos antes de que en la ciudad de Tikal se colocara la primera piedra, y mucho antes de que alguien proyectara la vereda que se convertiría en la calzada de los muertos en Teotihuacán, el valle de Oaxaca contaba ya con los primeros trazos urbanos de la región que el antropólogo alemán Paul Kirchhoff llamaría Mesoamérica.
Sea consecuencia de una decisión turística o de una abierta afrenta a la historia de las culturas prehispánicas, cuando pensamos en el México antiguo solemos pasar por alto la importancia que tuvieron las 3 regiones de este valle: Etla, Zimatlán y Tlacolula. Sin embargo, es imprescindible que todo viajero interesado en la historia prehispánica sepa que en estos valles fue donde por vez primera se sembró frijol, base de la alimentación mexicana; también, que en este valle se encuentran algunos de los registros más antiguos de la siembra de maíz en el continente y, por lo tanto, en el mundo. No en balde en su libro Bajo el sol jaguar, el escritor Ítalo Calvino dedica un cuento a la comida de la región.
Pero, por el momento, es mejor más arqueología y menos literatura. La famosa ciudad de Monte Albán, situada a 8 kilómetros del centro de la actual ciudad de Oaxaca, en un cerro desde donde se domina las tres regiones del valle, no fue la primera zona urbana en la región, aunque sí la más importante desde el siglo V a.C. Antes de ella, San José el Mogote, situada a escasos kilómetros del actual Aeropuerto Internacional de la Ciudad de Oaxaca (en Etla), había sido habitada por casi mil años y había entrado en decadencia al tiempo que los zapotecas construían sus templos en la ciudad que denominaron Dani Béedxe (Cerro del jaguar).
Habitada por más de mil años y testigo de los vaivenes políticos de Mesoamérica, la actual Monte Albán recibe a los visitantes por el acceso a la plaza central, el espacio ritual y político más importante de la zona. La plaza se encuentra rodeada de edificios religiosos como observatorios, palacetes y un juego de pelota, los cuales datan de finales del periodo posclásico y finales del periodo clásico (es decir, entre el 500 a.C y el 800 d.C.). En medio de la plaza central, además, se encuentra, como recordatorio de las diferentes etapas constructivas, el llamado Edificio J, un posible observatorio que resalta por romper la uniformidad del resto de edificaciones.
A pesar de la imponente arquitectura, el observador sagaz y curioso quizás se sentirá más atraído por el edificio que ha sido llamado Edificio L (o de los danzantes). En este, uno de los más viejos de la zona, los muros presentan una serie de personajes que aparentan extrañas posiciones que a algún arqueólogo le recordaron eso de azul-azul-con-este-baile-que-es-una-bomba, y asumió que cada personaje era un bailarín, de ahí el nombre que recibió el complejo. Sin embargo, la importancia de estas imágenes no reside en aquello de lo que son índice (quizás se trata de sacrificios de gobernantes), sino que son parte del corpus documental más antiguo del continente. Permítanme desarrollar esto último.
Digamos primero que que la escritura como tal ha sido inventada exclusivamente algunas cuantas ocasiones en la historia de la humanidad. Por ejemplo, la gran mayoría de sistemas de escritura europeos y asiáticos derivan de una única forma de escritura que se fue adaptando hasta originar los alfabetos contemporáneos (el griego, el latino o el cirílico, entre otros); Mesoamérica es otra de las pocas regiones en donde la escritura tuvo un origen independiente. Aunque indescifrable durante siglos, en 1952 el soviético Yuri Knorosov —mejor recordado por una foto en la que parece malo de James Bond con todo y gatito— identificó las pautas de la escritura maya y desde entonces los arqueólogos, los historiadores y los lingüistas han dedicado su empeño a descifrar lo que los antiguos habitantes mesoamericanos tenían que decir.
A pesar de estos avances aún no sabemos con exactitud dónde y cómo surgió la escritura en esta parte del mundo, aunque quizás podemos establecer algunas hipótesis al respecto. Por ejemplo, el Monumento 3 de San José el Mogote, la antecesora de Monte Albán, presenta ya dos elementos calendáricos que podrían ser el nombre del personaje que se representa en ella y que es el ‘danzante’ más antiguo. Estos signos han querido leerse como ‘1 temblor’, que es también un signo del calendario ritual de 260 días —tonalpohualli, en náhuatl; tzolkin, en maya—, aunque desconocemos la exacta forma de zapoteco en que se debieron leer. A pesar de que este es el ejemplo más antiguo del inicio de la escritura en Mesoamérica, el edificio L de Monte Albán presenta en cada una de sus estelas fechas calendáricas de los personajes que han sido sacrificados, cada una más elaborada que la anterior.
Probablemente en estas estelas presenciamos el desarrollo de la escritura mesoamericana, la cual estaría relacionada con la historia de los primeros centros hegemónicos en el área, de ahí que algunos investigadores relacionen la escritura con la propaganda política. Por eso, las estelas 12 y 13 de Monte Albán, situadas en un extremo del edificio de los danzantes, inadvertidas para quienes buscan la selfi y vámonos (un fenómeno turístico que el escritor japonés Mishima había contemplado ya desde 1970), tienen en esta historia la importancia más grande. En ellas, colocados de arriba hacia abajo, Alfonso Caso, un eminente arqueólogo mexicano, cree haber visto una serie de glifos que indican una fecha calendárica en cuenta larga (el calendario que después usarían los mayas en sus estelas) y posibles logogramas para indicar la entronización de un rey (una especie de convención logográfica en la que se representan las nalgas de un personaje sentado).
A partir de entonces, la escritura parece haber sido consustancial a las grandes culturas mesoamericanas hasta el periodo clásico. La posible vía de difusión de la misma parece haber cruzado con el desarrollo político y económico de Monte Albán, que se extendió hasta el Pacífico y el Istmo de Tehuantepec, y la proliferación de las culturas que han sido llamadas ‘olmecas’, que se desarrollaron en el Golfo de México. De este caso es testigo la llamada Estela 1 de la Mojarra, fechada hacia el 200 d.C., que está escrita en una lengua zoqueana y es el ejemplo mejor conservado de escritura en una lengua no mayense.
La escritura mesoamericana parece haber decaído junto a Monte Albán. Dominados a finales del periodo clásico por los mixtecas, los zapotecas dejaron la ciudad a la par que los grandes centros mayas eran abandonados por causas que aún no sabemos con exactitud. Las últimas estelas mayas son ejemplo de los últimos escritos logográficos en la región. Aunque los mixtecas tienen una amplia tradición de elaboración de códices, las pautas de escritura no muestran el desarrollo de los viejos sistemas aunque, sin duda, son derivados de aquél. Lo mismo puede decirse de la escritura mexica, que le debe mucho a la mixteca.
De todo esto se colige que la visita a Monte Albán, además de obligada, traslada a sus visitantes a una época en la que los mesoamericanos se encontraban desarrollando las características específicas de esta área cultural y, en medio de la siembra y el desarrollo de centro políticos importantes, algunos diletantes descubrían la capacidad de la abstracción de algunos símbolos con los cuales serían capaces de burlar el tiempo.